Fuegos, el fuego...


Tus ojos me enseñaron a encontrar la luz en lo oscuro, a deshacer conjuros y a descifrar las coordenadas de lo cierto. A reconocer que el oro es oro y oropel el engaño.

Comprendí que aquella madrugada no te fuiste sin mí. Sólo te adelantaste para luego contarme cosas nuevas y en estas noches mías de insomnio, te pude alcanzar. Ahora entiendo el corazón de la neblina y percibo las vidas veladas que transitan por el lado oculto de las esquinas.

Tu mirada expandió la mía para ver más allá de las cosas y de los hombres, del amor y del miedo, de la piedad y del espanto. Angeles y demonios se mezclan sin sentido, tambalenado y corriendo de un espejo a otro, tanteando a ciegas las paredes de cristal de los infinitos laberintos cerrados que se replican compulsivamente por toda eternidad.

Y hoy vemos juntos que en el nudo de todo, en el fondo último de las percepciones, arden los cielos del sinsentido consumiendo huesos y sueños, carnes, brazos, vientres, esperanzas.

Es el fuego del final. Es el fuego de los fuegos.


Paisaje interior...


La calle parece contorsionarse en pliegues de cemento y la esquina se hace rincón de las soledades que están de paso.
La ciudad se fragmenta y se astilla en mil lágrimas de acero y de concreto, de vidrios cayendo como luciérnagas hirientes, como mariposas filosas, como gorriones de hielo acechando desde las alturas casi anochecidas.
Los adoquines grises y rígidos de tanta indiferencia incrustada martillan mis pasos vacilantes y en esa maraña de soledades y de miedos me arrebujo en mi pequeño y casi cómodo microcosmos creyéndome segura, tratando inútilmente de mantener indemne el ínfimo jardín ya casi desflorado por tanto otoño apresurado.

Hasta que al fin se abren los ojos neutros e impersonales de la noche que rastrean las almas difusas que le den espesura a la oscuridad, amalgamando tristezas para que no se sientan tan solas.

Y por allí deambula mi alma demasiado cansada de llorar ausencias...



Lágrimas de sal...


Quedamente y en un silencio que emulaba a la eternidad, bajé la mirada hasta mis pies desnudos y pálidos. Los vi hundirse suave y lentamente mientras el agua fría y la espuma de sal los envolvían una vez y otra con la ternura de un beso maternal.

Agua y espuma; espuma y arena; arena y sal y el cachetazo austral del viento en las mejillas. Un viento antiguo, cargado de historias, de memorias demasiado lejanas y de palabras sin tiempo y para siempre. Un aire de dulzura helada que venía desde algún horizonte perdido, desde aquella línea que ni siquiera alcanzaba a imaginar porque se desdibujaba mansamente entre el plomo pesado y denso del cielo macizo, cargado de ausencias que se traducía en lágrimas cristalizadas y el borde último del mar agitado que reconocía y gritaba los dolores inmemoriales del universo y de mí.

Y fue entonces que lloré lágrimas de yodo y de sal...