Dolor animal...


Hoy mi alma es un pantanal porque me siento inundada de injusticia; porque mi parte animal estalla de furia y la furia transmuta en impotencia; porque la envidia de la felicidad ajena me lastima; porque me resulta imposible separar lo propio de lo extraño y hasta me duele la felicidad que no ha sido pensada para mí...

Porque en la catedral de mi espíritu nadie quiso o pudo escucharme rogar y exigir, pedir y maldecir...

Porque reverberan en mi corazón los dolores de quienes amé y perdí, el llanto de quienes se han ido en la soledad de mi amor lejano, distraído y desesperado...
Hoy vibran en mis mejillas, dolorosas e hirientes, mil lágrimas ácidas y destempladas.

Cruje el corazón al comprobar que la divinidad que llevabas dentro terminó abandonándote a tu suerte, al dolor y a la angustia de comprobar que tu lucha y sufrimiento fueron en vano. Nuestras divinidades nos dejaron inmersos en nuestras soledades, instalándonos en limbos tan extraños y distantes, tan tajantes como crueles. Tan en la nada de los vacíos perfectos...

Hoy no puedo cargar con mis angustias porque tal vez sea recién ahora que entiendo mejor tanto amor perdido. Ese amor que repiquetea entre las manos como castañuelas y hace canturrear al corazón. Ese amor que la vida extraña hasta morir...

Hilo de luz...


Un hilo dorado y flamígero se filtró por entre las rendijas de la persiana baja. Parecía provenir de los orígenes mismos del universo, de la nada originaria preñada del Todo. De lo que estuvo por venir y de lo que aún no es...
Delicado y delgado como el cabello de una diosa pagana o como un milagro de amor, pero firme y férreo como el fiero brazo del montañés solitario.

Surcó el aire quieto y ensombrecido de mi cuarto casi dormido como si fuera la frontera final, el límite tajante entre la aletargada ternura onírica y la pétrea y concreta realidad de la vida y sus cuerpos efímeros. Mientras existió, mientras me regaló la vitalidad de su mínima existencia, entre sus bordes bailaron mil diminutas y ondulantes partículas de galaxias que parpadeaban sin cesar, imitando los guiños eternos de las estrellas.

Fue tan solo un instante fugaz, un suspiro del espíritu, un tierno acorde de una dulce canción y entre un tic tac y otro del impávido reloj, terminaron sus arabescos etéreos acurrucándose contra mi pecho, que se encendió de vida otra mañana más...

El relicario...


Hubo un día que en un olvidado altillo de la casa encontré un espejo antiguo y extraño. Está incrustado en un marco que parece intangible, casi transparente y su cristal parece ajado por el tiempo y por los pasajeros que lo poblaron y el ambiente en su interior está nublado de sombras. Es extraño porque cuando lo miro de frente refleja mi espalda y en él mi mano izquierda es también la suya.

Creo percibir que funciona como una suerte de relicario que guarda entre sus penumbras y para la eternidad lo que soy, lo que he sido y lo que seré, para que yo misma me vuelva a encontrar alguna vez. Pero más aún para que él me pueda mostrar cada noche la cara oculta de mi propia luna...

Letanías...


La tarde se extendía imperceptiblemente como un murmullo, como una letanía de monjes clausurados y culposos. Temerosos de sus propias creencias. O tal vez fuera por una callada y voraz vergüenza nacida a la sombra de repentinas dudas que atenazaban sus gargantas...

Nunca lo sabré pues no había allí monje alguno que pudiera ayudar a desvelar el sentimiento que durante todo aquel día me persiguió con férrea persistencia. Aunque a decir verdad, la escurridiza espiritualidad clerical nunca fue algo en lo que haya confiado demasiado alguna vez...

Desde el borde del jardín, mis ojos eran lupas escudriñando cada hoja y toda flor en un intento por descubrir las débiles vibraciones de sus posibles lamentos de amores perfumados de ausencias. Intenté captar los sonidos del íntimo roce de las nítidas nubes blancas con el aire en su viaje por los senderos del viento sur.

Pero fue imposible. Mis oídos eran invadidos por los sonidos rústicos del barrio que no entiende de sutilezas, de lo etéreo ni de lo imaginario devenido en lo más cercano a lo que concibo como la verdad del cosmos.
Me sorprendió una mínima hormiga que desandaba el peldaño marcado de pisadas antiguas, ese trozo de piedra que invita a entrar o a abandonar la casa. ¿Serian sus diminutos pasos los creadores de aquel murmullo de monasterio?
Ella misma me lo negó cuando se sumergió en las galerías secretas de su hormiguero.

El aire, o la nada del todo, aún seguía allí murmurando su dulce y misteriosa canción de amor, de dolor o de placer indescifrable...

Desanimada de descubrir la fuente de aquel arrullo, me quedé muy quieta y calma, como una muerta de corazón caliente. Y justamente creo que fue allí que entendí la muerte. Una hoja reseca y otra tan verde; una flor turgente y otra marchita y maloliente; la ínfima hormiga en el selvático césped o en las catacumbas del hormiguero. Es el susurro de la inmortalidad y el silencio de la ausencia. Es la ida y es también el regreso.
Es la perplejidad ante lo insondable. El estado de gracia de la comprensión universal y al mismo tiempo la indescifrable palabra de lo eterno.
Es la canción de amor de los ausentes y la certera promesa del reencuentro.

Amaneceres...


Cada mañana los senderos se dividen delante de mis ojos como venenosas lenguas de serpientes hambrientas y sin que yo pueda hacer nada. Se separan, se escapan de mis pasos temerosos y quedo atrapada entre mis dudas perpetuas y alguna que otra supuesta certeza y así, lo quiera o no, debo animarme a andar.
Recurro a aprisionar entre mis dedos helados los fetiches que siempre supuse que me socorren o consuelan ante cada encrucijada, cuando la indecisión me paraliza hasta que duele.
Cuando cada mañana abro la caja de mis circunstancias, no encuentro dentro de ella un folleto que detalle las ventajas y las desventajas de estar viva, las indicaciones y las contraindicaciones de abrir las ventanas ni como solucionar los problemas más habituales de los sentimientos encontrados...

Me falta una estrella que me guíe por los horizontes que se expanden y se contraen caprichosamente, ¿o será que necesito un poco de magia blanca que me transporte en un pase imperceptible a otros mundos más dulces y tiernos?
La mirada se me cristaliza con el miedo, con la duda, con la desesperación ante lo incomprensible. Los árboles son simples triángulos de rígidas aristas o círculos que giran y me atraen hacia su oscuro centro, indefinido e incierto. Las calles son sucias y duras rectas y el sol un hexágono que ruge su fuego que calcina impiadoso contra mis pupilas cansadas.

Y en mi obsesiva búsqueda de paz y contención imagino que ya no hay una mano a la que aferrarme, descubro que no hay familia que me ampare ni ilusión que me obligue a andar...

Presente contínuo...


Es aquel
un hombre extraño.
Un ser alado
sin historia ni recuerdos,
sin espectros ni futuros.

Es su cuerpo
un ente enfermo,
seco y descarnado.

Triste sombra demacrada
que jamás pudo volver
porque nunca ha partido.

Son sus alas, esas alas,
sólo un símbolo de nada.