Hasta un nuevo desencuentro...



Con un destello que extravió la luz
por un instante se quebró mi cruz.
Recordé ternuras, retomé coraje
y un rubor intenso me atravesó la piel.

Me incrustabas la mirada
una vez y otra más
(profunda e hiriente,
gloriosa y mortal),
desde el blanco de la puerta,
desde aquel amor en vilo
a diez pasos inmutables.

Lentamente,
poco a poco,
me fue invadiendo
(sin piedad)
aquel frío del olvido,
esa ausencia prolongada,
tu silencio y mi oquedad.

Y fue entonces
que otra vez diste la vuelta
y la ajada y blanca espalda
de tu foto y tu memoria
se escondieron en lo oscuro
de la caja del pasado,
hasta que hable tu recuerdo,
hasta un nuevo desencuentro.

Preguntas...



Estoy aquí, en este lugar impreciso, sin tiempo ni espacio concreto, en medio de una falacia de fechas y de fronteras.

Estoy y me pregunto, pero las respuestas no llegan.

Estoy y soy porque sé que me encuentro en un punto entre la vida y la muerte. En un lugar ubicado a continuación de la nada, cuando sólo era una idea o una ilusión, y antes de ese otro lugar tan temido e ignorado y que es la mayor certeza de la vida: la muerte.

Estoy no sé hasta cuando ni hasta dónde.

¿O será que me estoy haciendo las preguntas equivocadas?
¿Vine de la nada?
¿Qué es la nada? ¿Será la muerte, quizás?
¿Será, tal vez, que no voy de la vida hacia la muerte, sino de una muerte a otra muerte?

Es probable que si existe realmente una respuesta, sólo la pueda encontrar del otro lado de la puerta de la vida. Al final de cuentas, ¿no es más ancha la muerte que la vida? Quizás la vida física sólo sea una experiencia necesaria que aporte a la perfección de la verdadera vida, aquella que queda envuelta en ese término de imaginario trágico que es la muerte y que podría ser el espacio donde al fin me reencuentre con todas las vidas que he vivido o con todas las memorias de todas mis muertes...

Después de todo, la muerte es la antesala (más amplia o más breve) de la renovación. Veo cada día, a cada instante cómo mueren y nacen cosas, seres, situaciones, ideas. Vidas...

Estoy y me pregunto, pero las respuestas no llegan...

Como serpientes...

Hubo un día en que te abracé en el aire y en medio del silencio insensible de la distancia dije un último te quiero.

Y tu alma se fue sin letras, lentamente...

Ahora hieren los días y los meses, pasa aquel tiempo que intuímos como absurdas ilusiones. Pero cómo medir los espacios vacíos si no es en segundos de silencios de nieve, en minutos de dolor, en eternidades de ausencia. Nostalgias que, como insidiosas serpientes cargadas de ponzoña llegan a mí traicioneramente y no encuentro la forma de librarme de ellas. Me rodean y me oprimen. Penetran por mis poros abiertos en llanto y me poseen sin piedad.
Impotente, percibo su andar resbaladizo a través de mi cuerpo. Mil colmillos de acero descargan su veneno en cada víscera y me deshago por dentro. Lenguas de fuego calcinan mis huesos y  como roca fundida arrasan, incontenibles, mis atónitas laderas y mis valles ya estériles.

Quedaron sangrando las letras nunca escritas, las palabras nunca dichas.

Y las serpientes que mato nunca mueren...



Íntimamente...



Alguien me habita y me acompaña desde lo más hondo de mí, siempre entre las penumbras y el silencio. Ese ser oscuro que me niego a conocer, esa desdibujada silueta apenas delineada en negros y grises que deambula insomne a través de mis huesos y de las aguas fluctuantes de sentimientos y de sensaciones profundas...

Murmura mi nombre en un ruego y yo, tan necia y tan cruel, simulo no oir, deseo no ver y temo sentir.
Y ella, en su dolor, se vuelve a desvanecer entre mis sombras a esperar una vez más el milagro de que mis miedos y desidias le permitan un soplo de vida, un minuto de paz, un susurro de amor.

Y así yo, con mi dolor en andas y en la opaca soledad de mi misma, busco recordar las palabras del pasado, los abrazos que he perdido y las risas que fueron quedando dispersas a orillas del camino.



El gato blanco...



Se corporiza el gato blanco
frente a mis ojos de bruma
y me impregna la mirada
de su inmutable dignidad.
Me observo a mí misma
con altiva indiferencia,
con la impaciencia pétrea
de quien habla con silencios.

Desde su nívea pureza
me seduce para ver más.
Más alto y más lejos.
Para buscar en mí misma
los horizontes inventados
detrás de paredes sombrías
colmadas de ojos inciertos,
quebradizos e inertes.
Casi muertos.

Un piano gotea su melodía
como dulce garúa de otoño
mientras me deslizo, liviana,
con las alas de ilusión
de su felina mirada...