La página marcada...


Dobló la punta superior de la hoja a modo de señalador y cerró el libro. Su madre se cansó de reprocharle que hiciera eso: "Un libro es algo vivo, no lo lastimes", le repitió cientos de veces inútilmente. El recuerdo le dibujó la única sonrisa del día. Es que eso ocurrió por última vez ya entrada su adolescencia, cuando todavía madre e hijo llevaban una cariñosa relación. Luego, sin saber cómo ni por qué, todo cambió. Algo se había roto; tanto que la muerte de ella apenas le produjo algo más que indiferencia. Los años fueron pasando y caprichosamente le llegaban de tanto en tanto estos pequeños recuerdos amables. Quizás comenzaba una reconciliación tardía.

Dejó el libro y los lentes sobre la mesita de luz, puso en hora el despertador y apagó la lámpara.

Treinta y siete años como arquitecto (casi todos ellos en el mismo estudio de Almagro), su esposa que había fallecido ocho años atrás y ningún hijo con quién compartir siquiera un fin de semana, lo hicieron caer paulatinamente en un estado de abulia y desinterés por casi todo. Los días pasaban y nada los hacía diferentes entre sí. Y así llegaban las noches como una parte más de la rutina.

Lenta y prolijamente se quitó la ropa. Abrió la cama, se acostó y tomó el libro que lo aguardaba desde la noche anterior sobre la mesa de luz; se acomodó los lentes y buscó la página marcada con el doblez. Eran las once y diez de la noche y el edificio estaba en completo silencio, igual que la calle.Se sentía muy cansado esa noche. No tanto por el trabajo, que había sido liviano. En realidad se había sentido agobiado desde muy temprano.
Bajo la luz de la lámpara cercana su cabeza calva brillaba, la piel lucía pálida y detrás de los lentes calzados a mitad de la nariz, los ojos aparecían algo apagados. Se concentró en la lectura y permaneció inmóvil durante unos veinte minutos, salvo para dar vuelta las páginas mecánicamente. Cuando llegó el sueño, marcó la esquina de la página 46. Pero antes de disponerse a dormir, volvió atrás intentando encontrar un párrafo que tenía relación con lo que acababa de leer y que deseaba refrescar. Recorrió el texto tratando de encontrar alguna palabra que lo orientara en la búsqueda. Mientras leía frunció el ceño, dudó un poco y finalmente, retrocedió una página más:

"Embarc mos en pri ver C ando vi a Beatriz e la proa el nav o, mi co az n se est emec ó. ¿Cuá o tiem o hacía q e no hab mos na e ado junt s?"

Sacudió la cabeza tratando de despejar su mente e intentó con la página siguiente:

"Dormi s en la má he osa cas de Tiberí des, so e el suelo de tie ra batida, p aque lo no c taba.La nuev sina g no esta a term "

_¡Qué extraño! - pensó - Debe ser el cansancio...

Volvió a la última página marcada.

"Cada vez que me ausentaba de la ciudad, advertía, al regresar, que habían florecido contra mí las intrigas. La cosecha de noticias procedentes de Europa no dejaban de preocuparme. El viejo..."

En este punto no notó nada extraño, por eso quiso comprobar si era real lo que creyó haber visto antes y eligió otra página al azar de las ya leídas:

"Du t do larg s ho s, pasó revi a a las trop s mo ando el bl nco cab lo de su padre. L s jeníza s le quer n y le f eja n..."

No... en ese tramo estaba peor aún, así que insistió volviendo varias páginas más.

"C to d , ¡qué g vic ri !, pim ue el pu l de Cori, en It lia, h ía de id ."

Sumamente intrigado, retrocedió más...

"S de s r si ui a, conv ó a a nec r al re se tan e de l Si gog M y , el ci o ."

Parecía que cuanto más atrás iba los textos estaban más incompletos y era ya imposible leer. Entre obsesionado y terco, quiso probar una última vez...

" l ía sig t , u m cad r l antin qu re sab de "

Peor. Ya bastante nervioso, optó por volver casi al comienzo del libro y vió que en toda la página seleccionada sólo había dos o tres letras dispersas.

A pesar de atribuírlo al cansancio lo cierto es que ya estaba alterado, así que cerró el libro y lo colocó sobre la vieja mesita. Dió cuerda al despertador y apagó la luz. Se acomodó en la cama sobre el costado derecho, como siempre, pero se quedó con los ojos abiertos en la oscuridad durante un buen rato, confuso, hasta que el sueño le ganó la partida.

El día amaneció lluvioso.
_Un otoño a la antigua. - recordó.
Un café negro y un par de tostadas del día anterior, fue su desayuno.
La calle lo recibió con una bocanada de aire frío y húmedo.
Paró el primer taxi que vio libre. No le gustaba manejar en días como ese.

Como siempre, era el primero en llegar al estudio y en unos minutos escucharía girar la llave de su secretaria Gloria, que lo acompañaba desde que instaló el primer estudio en la calle Sarmiento. Nada sucedía allí sin que ella estuviera al tanto y no había problema capaz de superar su inteligecia y constancia. También fue Gloria quien más cerca estuvo en los difíciles momentos que debió sobrellevar después de la muerte de su esposa Alicia.
José Luis, su socio y amigo desde los años universitarios, había viajado a Rosario para supervisar una obra y estaría ausente por el resto de la semana.
Caminó sin prisa hasta la ventana para levantar las persianas y en la penumbra pudo ver claramente la luz titilante del contestador automático. Primero subió la persiana y entreabrió la ventana. El aire fresco y húmedo que llegaba de la calle lo envolvió mientras se dirigía hacia el escritorio de Gloria para escuchar el mensaje. Era ella. Había amanecido con fiebre y estaba esperando al médico. Por la hora, el llamado entró cuando él ya estaba arriba del taxi. Seguro que había llamado antes a su casa, pero justo hoy había salido diez minutos antes debido al mal tiempo.

_Lástima, podría haberme quedado en casa.

En realidad, ya hacía algunos días que se sentía cansado desde el mismo momento de levantarse de la cama. La monotonía de lo cotidiano y la falta de expectativas interesantes se traducían en inapetencia y abulia, que se acentuaban con el tiempo. No descartaba que a esas alturas estuviera algo anémico, pero no le daba mayor importancia. Dió vueltas por el estudio sin encontrar (o sin querer encontrar) algo para hacer. Descolgó el teléfono para no recibir llamadas y se acomodó en la blanda butaca. Se estiró todo lo posible y así permaneció, inmóvil, tal vez durante horas.
El dolor de piernas lo obligó a abandonar ese estado casi hipnótico. Con dificultad se incorporó y en ese instante decidió que no tenía demasiado sentido continuar allí. Volvió el tubo del teléfono a su sitio, bajó las persianas nuevamente y salió del estudio.

El taxi dobló por Humahuaca, desdibujado por el agua pulverizada que arrojaban los otros autos al pasar a su lado.

Ni siquiera sintió la necesidad de cambiarse la ropa mojada. Dejó el portafolios sobre la mesa de la sala y se quedó de pie, recorriendo con la mirada todo el ambiente. La casa entera era su museo personal. Todo era un recuerdo vivo. Episodios amenos y otros que no lo eran tanto. Casi siempre con su esposa en la otra punta del hilo. Sin embargo, esas evocaciones ya no se cargaban de tristeza. Cada día, las imágenes le provocaban una especie de tierna melancolía que lo transportaba a los brazos de ella muy vívidamente.
La noche lo encontró en el amplio sofá, donde tantas veces se había recostado a descansar unos momentos escuchando música hasta que ella le avisaba que la cena estaba lista. Se sorprendió un poco de tener entre las manos el portarretrato con la última foto que se tomaron juntos durante aquellas vacaciones en Mendoza. Alicia se lo había pedido insistentemente todo año pues era el lugar que siempre había querido visitar y nunca se le había dado la oportunidad. Fue en definitiva, como cumplir su último deseo pues unas semanas después del regreso, falleció.

Esa noche ni siquiera tuvo el impulso rutinario de acomodar la ropa en la silla ubicada junto a la cama. Tampoco se dió cuenta de que no había activado la alarma del reloj despertador. Abrió la cama y se metió. Tomó los lentes, que tenían partículas de polvo en los cristales pues allí habían quedado desde la noche anterior. No lo había notado; así de desinteresado por todo estuvo durante ese día. Cumplió con la vieja rutina de acomodar la almohada a la altura de los riñones, apoyó la espalda en la cabecera de roble de la cama, encogió las piernas y sobre ellas sostuvo el libro abierto. Se quedó mirando las páginas con ojos apenas entreabiertos, fijos e inexpresivos. Las fue pasando lentamente y vio que las que ya había leído en las noches anteriores estaban totalmente en blanco. Sin embargo, la expresión de su cara no varió. Parecía no estar sorprendido. En realidad, no prestaba atención a lo que veía. Con gesto cansado, pasó unas ocho o nueve páginas hasta que encontró algunas palabras y frases sueltas y dispersas:

"p "
"Beatr z l jo qu "
"no hub que le hicie "
" pre taba "
" e acercó a la bara e estrib r y mir o ."

Finalmente desistió. Se acomodó los lentes intentando retomar la lectura desde la última marca, aunque lo hacía más por rutina que por auténticos deseos de leer. Paseó la vista por el texto sin comprender lo que leía. Tampoco le interesaba y así, los ojos se le cerraron, vencidos.

Con la luz encendida y el libro entre las piernas lo encontraron dos días más tarde. Gloria se había extrañado de que no contestara el teléfono de la casa ni del estudio y que no la hubiera llamado para preguntar por su salud, como siempre hacía. Sin saber qué pensar y ya preocupada, se llegó hasta la casa, y luego de llamar insistentemente y sin encontrar respuesta, habló con un vecino. Algo extraño sucedía así que decidieron buscar a un cerrajero para que forzara la puerta.

El rostro de él demostraba tranquilidad, como si nada de su vida hubiera quedado pendiente. Los lentes colocados y entre sus manos un libro abierto y en blanco.